El Locutorio del Raval

En el año 2003 nos vino a ver un grupo de mujeres ecuatorianas. Querían montar un locutorio, y sabían de uno que se desmantelaba en Barcelona, vendiendo su material por muy poco precio. Pero necesitaban un paraguas legal e institucional para su iniciativa. Desde ARSIS decidimos ayudar a estas emprendedoras. Nos sentamos a planificar y hacer cálculos y buscamos local. En seguida lo encontramos, justo enfrente de la plaza de la parroquia, en un chaflán donde había habido una frutería. ¡Era el lugar perfecto!
 
Vista del locutorio, en el chaflán de la plaza de la parroquia.

Iniciamos gestiones, trámites de licencias, obras… Con la ayuda de nuestra abogada voluntaria regularizamos los papeles de las mujeres que iban a ocuparse del establecimiento. En pocos meses abrimos: El Locutorio del Raval fue el primero y el único del barrio, y desde sus inicios fue un negocio rentable. No sólo brindó servicios a los inmigrantes ―llamadas a bajo coste, Internet, fax― sino a los vecinos de siempre. La integración de esta actividad con el entorno fue total y natural. Y cada mes empezamos a ingresar unos beneficios que, durante años, ayudaron al sostenimiento diario de la Fundación.
 
Nuestra primera trabajadora e impulsora del locutorio.
 
 
El locutorio aportó un triple beneficio. Para las mujeres que se ocuparon de llevarlo, les pudimos dar empleo y seguridad económica: en un periodo de 7 años dimos trabajo a diez. Para el barrio supuso un servicio de comunicación a bajo coste, además de un punto intercultural de encuentro; más del 30 % de la clientela era autóctona. Y para ARSIS supuso una entrada que nos permitió funcionar con menos tensiones de tesorería (esperando las subvenciones anuales) y mantener nuestros proyectos en épocas difíciles.
 
El locutorio, en plena actividad.
 
Con el locutorio aprendimos qué significa funcionar con los criterios humanitarios de una ONG y con la visión racional de una empresa. Vimos que se puede combinar la productividad con la humanidad; que la empresa no está reñida con la solidaridad y que, si queremos ayudar a las personas, lo más importante es darles una oportunidad para ser responsables y crecer. El trabajo dignifica la vida de mucha gente. El locutorio también nos enseñó a capear con la complejidad que supone gestionar un equipo humano muy diverso.
 
Grupo de chicos del barrio delante del locutorio.
 

Abriendo Puertas

A partir del año 98 en ARSIS vimos una nueva necesidad: muchas mujeres inmigrantes, la mayoría de origen marroquí, pero también de otros países, querían aprender español y catalán. El barrio del Raval es una zona sencilla de viviendas económicas, por eso la población inmigrante comenzó a crecer en esos años. ¿La respuesta? Pronto se nos ofreció una voluntaria para darles clase dos mañanas a la semana. Con los años, el voluntariado se amplió y pudimos ofrecer clases también por la tarde-noche, a un grupo de hombres. Bautizamos a este proyecto Abriendo Puertas, pues la finalidad no era sólo enseñar el idioma, sino familiarizar a los alumnos con nuestra cultura y facilitar su integración en todos los sentidos: social, cultural, incluso laboral.
 
Clase de mujeres con (grupo de mañanas).
 
El proyecto se conectó con otras dos actividades de ARSIS: la orientación laboral y la asesoría legal. Al principio todo funcionó con voluntariado. Con el tiempo, como el número de alumnos crecía y tuvimos que ampliar horario, acabamos remunerando a las profesoras. Nuevamente tuvimos que buscar ayudas… ¡pero las ayudas salieron! Desde la administración se fomentó mucho toda iniciativa que contribuyera a la inserción de los inmigrantes. Nuestro proyecto recibió incluso un premio, con dotación económica, de la Fundación Agrupación Mutua.
 
Grupo de alumnos de la tarde, en la entrega de diplomas con su profesora.
 
La experiencia de las profesoras fue hermosa. Se hicieron amigas de sus alumnas. Entre mujeres intercambiaron mucho más que enseñanzas: compartieron pedazos de sus vidas, celebraciones, delicias culinarias, bailes, excursiones y salidas culturales al Museo de Badalona y a otros lugares de la ciudad. Cada año las alumnas organizaban la fiesta de final de curso. Las mesas del aula se llenaban de pastas árabes y té aromático que llenaba el espacio de olor a menta. Venían ataviadas con sus vestidos tradicionales y traían sus músicas. Florecieron muchas historias de apoyo y amistad entre ellas. Estas clases las hicieron salir de su encierro en casa, alejando el peligro de aislamiento y soledad. En cuanto a los hombres, el grupo era mucho más variado: africanos, paquistaníes, árabes, rusos, polacos… Pero la experiencia fue igualmente enriquecedora y pudimos ayudar a varios de ellos, no sólo con el idioma, sino a encontrar trabajo.

Fiesta de final de curso del grupo de mujeres.

Los abogados voluntarios que colaboraron con nosotros también ayudaron a regularizar la situación de un buen número de personas, de manera altruista.